Un Editorial del número 628 de Nature, haciéndose eco de un artículo pseudoapocalíptico de Helen Pearson, del 11 de abril, encendía la alarma sobre el impacto del cambio climático en la salud mental de las personas.
En una encuesta realizada en 2021 a 10.000 personas de entre 16 y 25 años en 10 países, casi el 60% de los encuestados estaban muy preocupados por el cambio climático, y más del 45% decía que sus sentimientos sobre el cambio climático afectaban a su vida cotidiana, como su capacidad para trabajar o dormir. La conciencia del cambio climático y sus impactos pueden generar preocupación o angustia, un fenómeno a veces llamado ecoansiedad, ecoangustia, duelo climático o solastalgia (angustia relacionada con el cambio ambiental).
La encuesta de 2021 documentaba una angustia generalizada que iba más allá de aquellos que se vieron afectados por los fenómenos climáticos extremos. Alrededor del 75% de los encuestados decía que el cambio climático les hizo pensar que el futuro es aterrador y el 56% decía que les hizo pensar que la humanidad estaba condenada.
Quizá para distraernos de guerras, en puntos geoestratégicos, y hambre, en medio planeta, determinados medios vinculados al poder holístico de la heurística de una ciencia anónima están creando problemas o imaginando conflictos donde solo acontecen fenómenos naturales o consecuencias de un modelo de vida que esos mismos medios cultivan.
El cambio climático es tan antiguo como la historia de la tierra, manifestándose ahora con nuevos matices; esperables consecuencias del desarrollo tecnológico, del descuido ecológico y de la propia irresponsabilidad humana. Enfatizar lo innegable no es la solución; y convertir la amenaza del cambio climático en una plaga divina que se cierne sobre el bienestar de las personas es una exageración, tan esperpéntica como elegir el sexo en sueños y cambiarlo al despertar en el registro civil.
«En una encuesta realizada en 2021 a 10.000 personas de entre 16 y 25 años en 10 países, casi el 60% de los encuestados estaban muy preocupados por el cambio climático, y más del 45% decía que sus sentimientos sobre este fenómeno afectaban a su vida cotidiana, como su capacidad para trabajar o dormir.»
Si a los mismos hijos de la opulencia se les diera a elegir entre el cambio climático o renunciar a la comodidad del automóvil, la batería del teléfono móvil, la calefacción en invierno o la ropa térmica para esquiar, horadarían agujeros en la capa de ozono para no tener que prescindir de las calamidades del progreso y del bienestar de las sociedades avanzadas a las que pertenecen. Si a un niño desnutrido de África se le diese a elegir entre el cambio climático y un mendrugo diario cualquiera sabe lo que elegiría.
La exageración, por principio, es tóxica. Judicializar la política, politizar la justicia y psiquiatrizar la vida son pócimas costumbristas que envenenan la convivencia. No por frecuentes tienen que ser digeridas con mentalidad acrítica. Cuando una sociedad traga, sin rechistar, toda la mierda que le meten por la boca, no es de extrañar que todo el aire huela a estiércol irrespirable.
Igual de torpe y cursi es convertir lo natural, lo corriente, lo esperable, en un experimento científico irrelevante o ir haciendo taxonomía de la conducta de las personas, como gusta hacer a los que contemplan a la sociedad como un zoológico, del que ellos se excluyen, como observadores privilegiados.
Convertir ahora la preocupación por el cambio climático en un problema psiquiatrizable, taxonomizable, es una cursilería psicodinámica de mentes que acostumbran a ver la adversidad de espalda para no tener que hacerle frente. Mientras describen al mono ansioso ante la amenaza de un terremoto, un tornado, un huracán o una inundación, justifican el no tener que preocuparse por el que se quedó sin casa, sin trabajo o sin futuro por un fenómeno natural inevitable y, en ocasiones, imprevisible.
Ahora, a algunas élites les preocupa la ecoansiedad de la juventud por el cambio climático; pero no se rasgan las vestiduras por su desempleo, su analfabetismo sociocultural, sus flagrantes faltas de ortografía en los vocablos más elementales, su dependencia económica, su laxitud moral, su codicia narcisista; justo algunas de las cosas que verdaderamente debieran causarle una profunda angustia.
Dice un proverbio birmano que “si un perro cuerdo pelea con un perro rabioso, es la oreja del perro cuerdo la que acabará mal parada”; y Johann Peter Eckermann atribuye a Goethe aquello de que “el mundo está tan lleno de tontos y locos, que no es necesario buscarlos en un manicomio”. Utilizar terminología psiquiátrica para describir simple aprensión es una mala idea.
Luego no se quejen de comentarios como los del anti-psiquiatra Thomas Szasz en The Manufacture of Madness: “La psiquiatría institucional es una continuación de la Inquisición. Lo único que realmente ha cambiado es el vocabulario y el estilo social. El vocabulario se ajusta a las expectativas intelectuales de nuestra época: es una jerga pseudomédica que parodia los conceptos de la ciencia. El estilo social se ajusta a las expectativas políticas de nuestra época: es un movimiento social pseudoliberal que parodia los ideales de libertad y racionalidad”.
En lo referente a la ansiedad, en The Rehearsal, según una traducción de Lucienne Hill, Jean Anouilh dice: “Envenenamos nuestras vidas con miedo al robo y al naufragio y, pregúntele a cualquiera, la casa nunca es robada y el barco nunca se hunde”.
También pueden generar preocupación o angustia, un fenómeno a veces llamado ecoansiedad, ecoangustia, duelo climático o solastalgia (angustia relacionada con el cambio ambiental.
El mismo Goethe llegó a decir que “la estupidez es la ansiedad”. En un artículo titulado The Spirit of the Age, en su obra Company Manners de 1954, Louis Kronenberger escribió: “Esta es, creo, en gran medida la Era de la Ansiedad, la era de la neurosis, porque junto con tantas cosas que pesan en nuestras mentes, hay quizás aún cosas que pesan más en nuestros nervios”. Por lo tanto, no parece que la ansiedad sea un fenómeno moderno, de nuestro tiempo; y mucho menos si pensamos en el peso que Sigmund Freud (1856-1939) le da en su doctrina psicoanalítica en plena fiebre victoriana: “Where id was, there ego shall be” (Donde estaba el yo, allí estará el ego).
Casi por concepto -aunque no todo el mundo está de acuerdo- la ansiedad es un miedo irreal anticipatorio. Según la Real Academia Española, la ansiedad es un estado de agitación, inquietud o zozobra del ánimo; cuando se le quiere dar un toque médico-psiquiátrico, se habla de angustia que suele acompañar a muchas enfermedades, en particular a ciertas neurosis, y que no permite sosiego a los enfermos.
Vulgarizar la ansiedad y asociarla a una preocupación normal por un evento vital que nos afecta es tan negligente y falaz como asociar un déficit de memoria al Alzheimer, por mucho que la moda invite a ello. La ansiedad, como concepto médico, es un trastorno psiquiátrico relacionado con alteraciones neuroquímicas graves que desestabilizan el equilibrio emocional. El clavar el término ansiedad a un acontecimiento preocupante es una tendencia errática, una crucifixión deformante. La ansiedad merece un trato más respetuoso por lo que supone para quien la sufre y por su etimología patogénica.
La psiquiatrización de la vida tiene consecuencias para los estigmatizados por la quiebra de la salud mental. Antonin Artaud, un productor de teatro francés y paciente psiquiátrico, escribía en Van Gogh, the Man Suicided by Society, en sus Selected Writings de 1947, editados por Susan Sontag en 1976: “Es casi imposible ser médico y hombre honrado, pero es obscenamente imposible ser psiquiatra sin llevar al mismo tiempo el sello de la locura más incontestable: la de no poder resistir a ese viejo reflejo atávico de la masa de la humanidad, que hace de cualquier hombre de ciencia que sea absorbido por esta masa una especie de enemigo natural e innato de todo genio”.
Ya Julio César, allá por el 58-52 a.C., en su Gallic War, traducida por H.J. Edwards, decía: “Por regla general, lo que está fuera de la vista perturba más seriamente las mentes de los hombres que lo que ven”; y mucho antes, en los apócrifos del Eclesiastés se lee que “los celos y la ira acortan la vida, y la ansiedad también trae consigo la vejez.” En una carta del 21 de febrero de 1825 dirigida a Thomas Jefferson Smith, el presidente Thomas Jefferson refiere un decálogo cuyo punto 8 insinúa la angustia anticipatoria que causa un daño emocional innecesario. El Decalogue of Canons for observation in practical life contiene obviedades que no sobran a nadie: “(1) Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy. (2) Nunca molestes a otro por lo que puedes hacer por ti mismo. (3) Nunca gastes tu dinero antes de tenerlo. (4) Nunca compres lo que no quieres, porque es barato; acabará siendo caro. (5) El orgullo nos cuesta más que el hambre, la sed y el frío. (6) Nunca nos arrepentiremos de haber comido poco. (7) Nada es problemático si lo hacemos voluntariamente. (8) ¡Cuánto dolor nos han costado los males que nunca han sucedido! (9) Toma las cosas siempre por su mango liso. (10) Cuando te enojes, cuenta hasta diez, antes de hablar; si estás muy enojado, cuenta hasta cien”.
La ansiedad, como concepto médico, es un trastorno psiquiátrico relacionado con alteraciones neuroquímicas graves que desestabilizan el equilibrio emocional. El clavar el término ansiedad a un acontecimiento preocupante es una tendencia errática, una crucifixión deformante. La ansiedad merece un trato más respetuoso por lo que supone para quien la sufre y por su etimología patogénica.»
La preocupación y el miedo son fenómenos naturales que nada tienen que ver con la ansiedad, como patología. En las Cartas de Plinio el Joven, traducidas por William Melmoth y W.M.L. Hutchinson, se lee: “El dolor tiene límites, mientras que la aprensión no tiene ninguno. Porque nos afligimos sólo por lo que sabemos que ha sucedido, pero tememos todo lo que pueda suceder”; y en las Cartas a Licilius, Séneca escribe: “Estamos más frecuentemente asustados que heridos: nuestros problemas surgen más a menudo de la fantasía que de la realidad”. Joseph Wood Krutch decía en The Twelve Seasons: “La alegría, interrumpida de vez en cuando por el dolor y terminada en última instancia por la muerte, parece el curso normal de la vida en la naturaleza. La ansiedad y la angustia, interrumpidas ocasionalmente por el placer, son el curso normal de la existencia del hombre”. Otro ejemplo de normalidad interpretativa lo muestra William McFee en sus Harbours of Memory de 1921: “El miedo, nacido de la severa matrona, llamada Responsabilidad, se asienta sobre los hombros de uno como un pesado diablillo de la oscuridad, y uno está preocupado y, posiblemente, se comporta como un cascarrabias”. Otra interpretación positiva de la ansiedad natural la refleja Arnold J. Toynbee en el Saturday Review del 5 de abril de 1969: “La ansiedad y la conciencia son un poderoso par de dínamos. Entre ellos, se han asegurado de que trabajemos duro, pero no pueden asegurar que uno trabaje en algo que valga la pena”.
En un bello poema (The Affliction of Margaret) de 1804, William Wordsworth da una pincelada lírica a lo que pasa por la mente, a lo que nos agita emocionalmente, anticipándose a lo que puede ocurrir o no suceder nunca, como ese radar biológico a lo que algunos torpemente llaman ansiedad: “Mis aprensiones vienen en multitudes; temo el susurro de la hierba; las mismas sombras de las nubes tienen el poder de sacudirme cuando pasan: cuestiono las cosas y no encuentro una que responda a mi mente; y todo en el mundo parece cruel sin serlo”.
Los iluminados a los que aterroriza el cambio climático deberían refrescar su cultura en el Henry VI de Shakespeare, donde el genio inglés es profético: “El cuidado no es cura sino más bien corrosión para las cosas que no se pueden remediar”. Si Shakespeare es muy heavy para ellos, que busquen en The Decay of Lying de Oscar Wilde: “Cuanto más se analiza a las personas, más desaparecen todas las razones para el análisis. Más tarde o más temprano se llega a esa cosa espantosa y universal llamada naturaleza humana”. Quien vive pendiente de si tendrá algo para comer mañana no tiene ecoansiedad por el cambio climático. Lo que tiene es hambre. Así lo refrenda un proverbio Yiddish, en el judeoalemán de los asquenazíes europeos: “Las preocupaciones bajan mejor con sopa que sin ella”.
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